Se defiende en estos días Lavín de los mordiscos del pueblo. Su entrenamiento en la contención de las emociones, y su entrega a la fe cuyo fuego abrasador todo lo hace posible, nos hacen olvidar a veces que detrás de sus acciones hay un plan. Un plan para terminar de destruir, con un tercer y final mandoble, a las universidades públicas chilenas.
El primer golpe lo asestaron los acólitos de la dictadura mediante la ley de 1981 y en los decretos desesperados (pero nada inútiles) de los últimos días. Pinochet creó las bases para desplegar el sistema de educación superior más privatizado del planeta.
La implementación la aseguraron los gobiernos de la Concertación. Lagos y los democratacristianos pactaron en alguna habitación penumbrosa una transición a la democracia que se veía muy difícil dada la singular crueldad de la dictadura, y en esas negociaciones la educación quedó entregada a los curas. Ellos tienen, en este tema, la debilidad no confesada de que sus establecimientos educacionales son públicos cuando se reparte plata, y privados cuando aparecen las regulaciones estatales. Su aporte a la educación consiste en un lavado de cerebro a temprana edad de la población, a cambio de enseñarles matemáticas y geografía, entre otras cosas, cuidando de que los ricos queden con los ricos y los pobres con los pobres. Pero sin la convergencia de la cultura socialista y la cultura católica la transición no era posible. Así es que el temeroso (y a la vez exigente) pueblo chileno aceptó a los concertacionistas a cambio de que los dictatoriales desparecieran del mapa. Los concertacionistas cumplieron.
Tras veinte años de gobierno entregaron a un país con un nuevo sistema universitario único en el mundo. La mitad de los chilenos o chilenas de 18 a 24 años tiene acceso hoy a la educación superior. Y el 80% de las instituciones que acogen a ese estudiantado son privadas. Casi todas con un núcleo gobernante de derecha o ultraderecha, o confesionales, o ideológicamente sectarias. El gasto estatal ha caído de manera drástica, hasta el punto en que Chile, de los países de la OCDE es el que menos pone estatalmente en universidades. Pero el gasto de las familias se ha disparado, es uno de los más altos del mundo.
Las universidades públicas, entretanto, han resistido, sí, pero al mismo tiempo han vegetado. Se les considera menos eficientes, menos rápidas, menos innovadoras. Las abruma la burocracia. A cada rato están en tomas y paros. Son, desde la mirada neoliberal, el furúnculo de la educación superior. Han llegado a ocupar el espacio letal de los símbolos morales, de la resistencia simbólica.
La misión de Lavín es terminar de liquidar a las universidades públicas. Para ello aspira a implementar un paquete de medidas, dentro de las cuales tienen prioridad cuatro de ellas: aseguramiento de la calidad, fortalecimiento de las universidades estatales, financiamiento, incremento de la educación técnico profesional. Este lenguaje vaporoso debe ser, sin embargo, traducido.
Así, “mejorar la calidad”, en manos de Lavín y sus asesores, parte del supuesto que las universidades públicas, como categoría, no existen. Sólo hay universidades buenas y universidades malas. No interesan indicadores como la equidad, el gobierno participativo, el servicio país, el pluralismo o la libertad de cátedra. La calidad entendida como indicadores cuantitativos no discrimina entre el humanismo y la mala leche, entre la solidaridad y la competencia, entre el amor al conocimiento y el amor al lucro. Se trata simplemente de que los jóvenes obtengan un título profesional en el mercado, para lo cual deben estar debidamente orientados acerca de los productos educacionales que las familias van a adquirir.
Con todo, a las universidades públicas se les ofrece un regalo que necesitan pero que en este caso viene envenenado: mayor autonomía administrativa, en este caso para poder competir. Adoptarán el talante depredador de las privadas y serán tragadas en diez años por ellas. Y es que en verdad el rol de las universidades públicas no es competir, es colaborar. Son instituciones, no empresas. Pero, peor aún, lo que tiene este plan en mente es la intervención del gobierno corporativo de las universidades por parte del gobierno del país. Aquí hay de parte de las universidades públicas un pecado, el de su débil gobernabilidad: las sanciones no se aplican mucho, las evaluaciones y calificaciones del personal son un poco soft, si unos grupos de alumnos se toman una sede, bueno, se la toman, etc. En fin, esto sería el “fortalecimiento de las universidades estatales”.
Mejorar el financiamiento, que es el tercer aspecto clave en la reforma que pretende Lavín quiere decir para él dar un dinero a cada chileno o chilena de pocos recursos para que vaya al mercado y elija el producto universitario (así es la cosa) que mejor le cuadre. Quiere decir esto que se subsidia no a la oferta sino a la demanda. La noble tradición, vigente en todo el mundo menos en Chile, de que los poderes públicos se ocupen de crear y nutrir espacios abiertos para el conocimiento, quedará destruida por el cortoplacismo de una oferta (las universidades privadas) que captará esos subsidios a cambio de educación chatarra. Calibrar lo que seriamente hace una buena universidad en términos de investigación es impensable en una guerra publicitaria por ofrecer combos marqueteros más y más exitosos. Entretanto, los socios de Lavín ya van acomodando sus inversiones y proyectos para este nuevo marco regulatorio.
Otra idea para mejorar el financiamiento es perfeccionar el sistema de donaciones privadas, que al final consiste en poner a las grandes empresas en una posición dominante sobre el sistema de educación superior.
El cuarto truco –o medida– es robustecer a los institutos de formación técnica y profesional, algo que efectivamente hace falta, pero que en manos de de estos peces abisales de modales amables se transforma en un mordisco cruel. Ello vaciará el espacio y dejará que compitan las grandes, que serán por cierto las privadas y quizá algún resto de universidad pública semi privatizada en estado terminal. El Estado llevará el dinero de los contribuyentes a los dueños de los nuevos institutos.
Las universidades (para darles un nombre) arrojadas al mercado llegarán así a configurar una poderosa industria que incluye educación, por cierto, pero también inmobiliarias, transporte, catering, alojamientos, conexiones internacionales, soporte tecnológico y un montón de negocios anexos, incluido el crédito usurario. Los contribuyentes chilenos no pagarán por sus universidades públicas, pero las familias se quedarán en cueros para engordar a los dueños de este conglomerado, que en poco tiempo estará en manos de pocos. Se hundirá la libertad de pensamiento. Desaparecerá el pluralismo. Se terminarán así, si a Lavín y a sus adjuntos les va bien, las universidades públicas chilenas.
Quizá Piñera, Lavín, Juan José Ugarte y los demás personeros a cargo del tema hayan leído mal el ambiente ciudadano. Más que desear una radicalización del modelo chileno lucrista y ultraliberal de universidades, lo que parece sentirse en la calle es lo contrario, el regreso a la sensatez y el establecimiento de un sistema de universidades públicas se gún los estándares contemporáneos, y en consonancia con nuestras tradiciones nacionales.
Nota Publicada en el Diario El Mostrador, 5 de Julio de 2011