Ahora debatimos acerca de otra decisión que afecta al territorio patagónico y que se toma, de nuevo, bajo la presión de la urgencia (la imperiosa necesidad de aumentar la generación de electricidad) y menospreciando los impactos ambientales que dicha iniciativa acarrea. ¿Qué dirán los chilenos del futuro sobre esta decisión? ¿Dirán tal vez que no supimos valorar adecuadamente esos paisajes, o esa reserva de vida que el proyecto alterará? ¿Dirán que nos dejamos presionar por una urgencia, más aparente que verdadera, que nos llevó a tomar una decisión desproporcionada, irreversible y equivocada?
Los promotores de Hidroaysén sostienen que el proyecto es "técnicamente" imbatible. El gobierno, por su parte, comprometido con una versión simplificada de la teoría del crecimiento económico (obcecada con el medio y desentendida del fin, que es el Desarrollo), asegura que el aumento de la capacidad de generación eléctrica es una necesidad imperiosa del país (lo decían también los gobiernos anteriores). La decisión del organismo regional que aprobó el proyecto, flanqueado por estas dos premisas, no constituye una sorpresa. De manera semejante a lo ocurrido en 1881, el conocimiento técnico a disposición de las autoridades y la urgencia instalada en (o desde) el gobierno nos conducen a la adopción de una medida que quizá el país termine lamentando en el futuro.
Los críticos del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) sostienen que éste está pensado para que proyectos como Hidroaysén consigan la aprobación. Lo ejecutivos de ENDESA, desde luego, no piensan lo contrario. Parecen estar honestamente convencidos de que su proyecto es sólido desde el punto de vista técnico, y el SEIA les ofrece suficientes garantías para hacer prevalecer sus argumentos. Y ese es, justamente, el principal defecto del sistema: que sitúa la deliberación ambiental dentro de un marco de pensamiento -un paradigma, digamos- donde la lógica técnica y la valoración económica simplificada predominan, y donde la reflexión ética, la mirada cultural, territorial, social e histórica tienen una voz inaudible. Con esas reglas del juego, proyectos como Hidroaysén, técnicamente bien pensados y además, aparentemente comprometidos con el desarrollo del país (o de la región donde se emplazan), tienen las mejores posibilidades de ser aprobados.
Dentro de ese paradigma es difícil plantear objeciones sustantivas al proyecto. Pero si nos situamos fuera de él -en el paradigma de la sustentabilidad, por ejemplo- es difícil encontrarle razón de ser. Dentro del paradigma dominante, el crecimiento económico (en su versión más simplista) y la generación de energía resultan imperativos, como también la construcción de megacentrales hidroeléctricas o termoeléctricas por iniciativa de empresas privadas, que son las que terminan definiendo la matriz energética del país. Fuera de ese paradigma, en cambio, todo eso resulta prescindible o, por lo menos, no imperioso, y la irreversible pérdida del patrimonio natural de una parte de Aysén, constituye un lamentable error.
La pregunta que el país debe hacerse, no es si el proyecto de ENDESA está bien pensado o no. La pregunta que el país debe hacerse es si quiere preservar esa parte de la Patagonia o no. Y en esto, los opositores al proyecto tienen razón. Una decisión de ese calado no puede tomarla una empresa, ni fundarse en el conocimiento experto que ésta moviliza (el que incluye, nada menos que las proyecciones de la demanda energética del país y la cartografía de la zona), ni ser el SEIA el mecanismo mediante el cual dicha deliberación se lleve a efecto.
Lo ocurrido con Hidroaysén nos invita a tomar mayor conciencia del peso histórico y geográfico de estas decisiones y de la falibilidad de la ciencia, a cuestionar la idoneidad del diseño institucional frente a decisiones de carácter estratégico y de largo plazo, y a revisar el modo en que valoramos el patrimonio natural de la nación. Mientras no hagamos esto, seguiremos incurriendo en errores lamentables, como el de Hidroaysén.