Dentro de mi recorrido costero, me establecí en una de las tantas playas paradisíacas de arenas blancas y aguas mansas, ideales para nadar y perfectas para deportistas náuticos. Se trata de la Hacienda Castilla, un lugar que en un principio aparece como un paisaje árido, desértico y estéril, pero que lentamente en una segunda mirada empieza a revelar vida en abundancia con el transcurrir de los días: aves de todos tipos, tamaños y colores se empiezan a reconocer por sus sonidos, ritos y conductas. A decir verdad nunca había visto tanta variedad: garzas boyeras, gaviotas, gaviotines, piqueros, cormoranes negros y aguiluchos formaban parte de una comunidad avícola en perfecto equilibrio. Por las tardes, escuadrones de pelícanos se clavaban en espectaculares picadas sobre despistados cardúmenes de sardinas, a metros de la playa, y por la noche pude ver por primera vez el espectáculo fluorescente de las noctilucas destellando entre las olas casi como un espejo del firmamento. En el día, de vez en cuando aparecía desde el mar un pescador envuelto en neoprén a ofrecernos congrios frescos de tamaño jurásico, junto a pulpos, rollizos, viejas, pejeperros y otros manjares de roca recién extraídos. A veces, desde la misma orilla, sacamos piures y lapas con nuestras propias manos para convertirlos en suculento aperitivo. A decir verdad, en mi urbana ignorancia pensaba que estos lugares cinematográficos ya no existían sin pertenecer a una reserva protegida, ó estar concesionados a un resort. Y menos gratis.
Desgraciadamente durante los días que disfrutaba de este verdadero paraíso terrenal, se firmaron dos importantes acuerdos que fueron portada periodística: el primero, sellado entre un propietario privado y un multimillonario inversionista brasilero, para instalar precisamente en ese lugar, una descomunal planta termoeléctrica, después de que contradictoriamente la SEREMI de salud del gobierno anterior hubiese rechazado el respectivo estudio de impacto ambiental por nocivo. La segunda noticia que apareció coincidentemente a los pocos días de mi regreso, fue el acuerdo pactado entre el gobierno y dos conocidos empresarios chilenos para explotar minas de carbón en Magallanes , con el fin de abastecer a las termoeléctricas del norte.
Sin ser un guer rillero ambientalista ni un opositor al progreso del país, y entendiendo que este es un tema aparentemente oleado y sacramentado, me pregunto sobre la base de qué criterio, sentido común o visión de largo plazo se va a canjear un patrimonio natural, que le pertenece a todos los chilenos, a cambio de un numero finito de kilowatts generado con combustible fósil obsoleto y probadamente degradante. Baste ver el brutal impacto que han causado las plantas termoeléctricas de Huasco tan sólo 200 kms al sur de la misma costa. Tanto el sucio paisaje como el extinto ecosistema jamás volverán a ser los mismos, así como tampoco disminuirán los preocupantes indicadores de enfermedades cancerígenas y otros males causados en nombre del progreso a los desafortunados habitantes de la capital provincial.
Finalmente la pregunta surge espontánea: por que no instalar la Termoeléctrica Castilla en un lugar ya devastado como Huasco (que además posee puerto), en vez de seguir arrasando con aquel frágil tesoro?