En 1774, la autoridad prohibió tirar basura en un espacio urbano residual que posteriormente sería un paseo. De basural se fue transformando en una sencilla cañada y posteriormente fue una calle colonial de la precaria ciudad de Santiago del Nuevo Extremo. En el siglo XIX se convirtió en la avenida símbolo del espíritu republicano, sueño de O’Higgins, paseo de carácter afrancesado para dejar atrás el pasado hispánico, la Alameda de las Delicias, eje de la Línea 1 del Metro de Santiago y del (in)olvidable Transantiago. Lugar de convocatorias ciudadanas, la Alameda Bernardo O’Higgins es un testigo insobornable, como decía Octavio Paz, y un resumen lineal de nuestra historia como República.
Miguel Laborde destaca como un hito en esa historia de 250 años la llegada a la Alameda de las fuerzas triunfantes del general Manuel Bulnes en 1839, que la consolida como una imagen de espacio urbano de primera categoría. Junto al asentamiento de terratenientes, comerciantes y nuevos capitalistas, se introduce la arquitectura neoclásica de matriz francesa. Benjamín Vicuña Mackenna será quien la transforme en un verdadero paseo ciudadano con palacios, fuentes, esculturas y que marcará su imagen urbana de fines del siglo XIX y buena parte del siglo XX. Gabriela Mistral decía que la Alameda era “linda vista desde los cerros con su pincelada ancha y delicadísima; mejor aún caminada, pues de raya decorativa pasa a ser compañía de la marcha, a comadre siseadora que trota al costado nuestro”.
La “madre” de todas las calles de Chile ha conocido desde chozas a palacios, desde álamos a palmeras, desde festejos militares a deportivos y, así como ha sido testigo de nuestra historia, también ha sido receptora de las expresiones de malestar de la ciudadanía, como el estallido social ocurrido el 18 de octubre de 2019, cuyas heridas aún están presentes en su entorno.
Uno de los planes consiste en la restauración de las esculturas de la Alameda. A pesar de que Roberto Merino señala que la relación de la ciudad de Santiago con sus monumentos ha sido históricamente mediocre, la avenida más icónica de Chile se resiste a ese destino fatal. Una y otra vez ha superado inundaciones, incendios y experimentos arquitectónicos, urbanos y sociales. De oriente a occidente la habitan personajes de nuestra historia convertidos en estatuas: desde Balmaceda de Samuel Román al Baquedano de Virgilio Arias; el San Martín de Carlos Brandt; el Fermín Vivaceta de José Caroca; la escultura de la Colonia italiana, hasta el Padre Hurtado de Francisca Cerda.
Y es que más allá de la importancia que tiene sentir orgullo por su ciudad para que sus habitantes sientan ganas de visitarla y recorrerla, está el cuidado y la preservación de los monumentos históricos, lo que nos representa y da cuenta de nuestra identidad, lo que hemos vivido y nos ha marcado en distintas etapas.
No solo se trata de esculturas que tienen un valor estético en sí mismas, sino que son piezas que nos sirven para recordar, conectarnos con nuestra historia y que siga viva para las nuevas y futuras generaciones.
Este tipo de iniciativas son clave, pero requieren del compromiso de toda la sociedad para que se mantengan. De nada vale invertir en la recuperación de elementos que fueron hechos con un propósito y tienen una carga histórica muy valiosa, si no los vamos a cuidar.
De todos nosotros depende conservar esta memoria viva de nuestra vida republicana y moderna. El Gobierno de Santiago dio el primer paso, sigamos nosotros para mantener vigente nuestro patrimonio histórico, porque una Nueva Alameda la merecemos todos los chilenos y chilenas.