Chile está pasando por una crisis hídrica que se manifiesta de norte a sur y de la cordillera a la costa. En el campo, comunidades rurales y comités de agua potable rural (APR), rodeadas de vastas superficies de plantaciones forestales y agrícolas, están viendo la pérdida de las fuentes de agua que usaban hasta hace pocos años.
En las zonas costeras, los pueblos turísticos del centro-sur se quedan sin agua con el aumento poblacional en el verano, mientras todas las poblaciones desérticas del norte entre Tocopilla y Caldera (incluyendo a Copiapó), dejaron de abastecerse con agua de la cordillera para hacerlo con agua de mar desalinizada. Las comunidades originarias ven sus aguas perjudicadas con la generación hidroeléctrica y las grandes ciudades están amenazadas con racionamiento, incluso la privilegiada zona oriente de Santiago.
Chile se está quedando sin agua y es urgente revisar críticamente los esfuerzos e inversiones que debemos hacer para implementar soluciones estructurales y a largo plazo, tanto para adaptarnos a la escasez hídrica, como para revertirla. Estas soluciones, sobre todo para el consumo humano, deben considerar dos principales aristas. En primer lugar, el factor social; los problemas ambientales ante todo afectan a las personas y comunidades que ya son vulnerables y marginalizadas geográfica y socialmente (como las mujeres, comunidades rurales e indígenas, hogares de pocos recursos), por lo que las soluciones deben proteger esta parte de la población.
En este sentido, un aumento del precio del agua para consumo humano puede impactar gravemente a los hogares más pobres y vulnerar su derecho humano al agua –según la OMS, el gasto mensual de agua no debe superar el 3% del presupuesto familiar, algo que ya sucede en las ciudades norteñas del país. Al mismo tiempo, hay que considerar que el consumo doméstico corresponde apenas al 8% del consumo nacional, y que son los hogares con mayores recursos los que más consumen agua, y ellos mismos pueden costear un aumento de precio.
Para dar un ejemplo, en 2014 el consumo hídrico de los clientes de Aguas Manquehue en el norte de Santiago llegaba a ser 864 litros por persona al día, mientras el promedio en Chile eran 170 litros por persona al día, y este mismo volumen para las poblaciones de Petorca al inicio de la pandemia eran 50 litros por persona al día (equivalente a menos que una ducha).
Aumentar el precio del agua potable es una medida que aumentará los ingresos de las empresas sanitarias, siguiendo con la lógica de lucrar con el agua. Para disminuir el consumo doméstico se necesitan profundos cambios culturales a largo plazo que implican adaptarnos a vivir con menos agua, invertir en infraestructura para la separación de aguas grises de negras y su reutilización en edificios y espacios verdes públicos, y considerar seriamente otro modelo de gestión de agua urbana: la gestión privada se debe revertir, y es uno de los factores que no permite una gestión integrada de las aguas urbanas.
En segundo lugar, para que las soluciones a la escasez sean efectivas, estas deben estar ligadas a las reales causas de la crisis. Los discursos públicos en Chile suelen “naturalizar” la escasez y atribuirla meramente a la megasequía, dejando al lado sus dimensiones sociales y políticas, como el problemático modelo de gestión de agua chileno, único en el mundo por su extremo régimen de propiedad privada y la permisibilidad en lucrar con el agua. Numerosos estudios han demostrado que los 40 años de implementación del Código de Aguas han permitido la concentración de aguas por parte de pocos actores con poder político y económico, y el consecuente despojamiento de comunidades de sus aguas, resultando en una distribución muy injusta de las aguas en el territorio chileno.
En este sentido, cabe cuestionar la necesidad de la construcción de plantas desalinizadoras a lo largo de las costas chilenas para el consumo humano, dejando el agua continental para su uso en las actividades productivas (minería en el norte y agricultura en el centro del país). Las maravillosas plantas que extraen agua del mar, la separan de sus componentes (minerales, sales, etc.) y producen agua dulce; y claro que solucionan el tema de disponibilidad hídrica en ciertos contextos, pero conllevan una serie de problemas cuando toda la población costera de un país depende de ellas para su consumo humano.
En primer lugar, las plantas desalinizadoras requieren de una muy alta inversión inicial para su construcción, alto consumo energético para su funcionamiento y altos costos de mantención, para el recambio de los filtros que usa. Esto hace que el costo del agua desalinizada sea muy caro, algo que no resulta rentable para las actividades productivas, por lo que se propone principalmente para el consumo humano, traspasando estos costos a la ciudadanía. En segundo lugar, el proceso de desalinización tiene impactos en ecosistemas marinos locales; si bien las tecnologías van mejorando, es inevitable que su aplicación a gran escala no impacta a las comunidades locales de pescadores y comunidades que dependen del bienestar de los ecosistemas marinos.
Por otro lado, el alto consumo energético de las plantas implica emisión de gases de efecto de invernadero que contribuyen al cambio climático, el fenómeno al cual se atribuye la falta de agua. El agua desalinizada también podría tener impactos a la salud a largo plazo, y en Chile no se sigue la recomendación de la OMS de tener una normativa especial para el agua desalinizada para consumo humano. El agua desalinizada cumple con los requisitos de la normativa de agua potable chilena que rige a las aguas terrestres, tanto superficiales o subterráneas. Un estudio realizado en localidades costeras de Israel que llevan décadas tomando agua desalinizada demuestran que se han aumentado los paros cardíacos por falta de magnesio, un elemento que es muy caro para añadir al agua desalinizada.
Finalmente, y más allá de estas consideraciones, recurrir a la desalinización como solución a la escasez hídrica significa que el agotamiento y la contaminación de nuestras fuentes de agua no nos enseñó nada. Producir agua dulce de una fuente infinita e independiente del clima para seguir plantando en suelos degradados, construir torres en ciudades saturadas, extraer metales en el desierto, es seguir un modelo insustentable y una receta ya fracasada. Los límites que impone la naturaleza se deben entender, escuchar y respetar. Aceptar el agotamiento de las aguas terrestres para recurrir a la desalinización del agua de mar significa que estamos aplazando el final sin hacer cambios estructurales. Estamos ante la oportunidad de reconsiderar nuestra relación con el agua y la naturaleza, repensar el capitalismo y los modos de producción y cómo estos condicionan la sobrevivencia humana y del planeta.
Si el nuevo gobierno es ecologista y feminista, el enfoque debe ser en la protección, conservación, y recuperación de las fuentes terrestres de agua; en incluir a las comunidades y sus conocimientos en la toma de decisiones y la búsqueda de soluciones; en considerar otro modelo de gestión de agua urbana, y fortalecer las APR con fuentes de agua e infraestructura adecuada, y fomentar su colaboración.
Si el nuevo gobierno es ecologista y feminista debe revisar y revocar los derechos de aprovechamiento de aguas que se cedieron hace cuatro décadas bajo condiciones climáticas, hídricas, demográficas y económicas radicalmente distintas a las de hoy, en vez de basarse en soluciones tecnológicas que siguen necesitando la inversión multimillonaria extranjera, con infraestructura que las comunidades no pueden sostener ni mantener en el tiempo (por falta de recursos y conocimiento).
El nuevo gobierno debe escuchar a las mujeres que son las que sostienen a los hogares, que se desvelan para lavar, limpiar, y juntar agua, y garantizar la gestión integral de aguas con participación igualitaria y efectiva. Como ciudadanía tenemos la responsabilidad de aprender a vivir con menos agua, pero no se nos puede atribuir la responsabilidad de solucionar la escasez que causa un modelo que privatiza, explota, y lucra con el agua.
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