"Es fundamental retroceder un par de pasos, detenerse a observar lo que fuimos capaces de realizar hace algunas décadas, y tomar la mayor cantidad de lecciones para poder convertir esta oportunidad en una que nos lleve a hacer ciudad, no a construir viviendas".
Este 2021 contaremos con el presupuesto más grande de nuestra historia, que nos permitirá dar un techo a más familias y generar miles de empleos en todo Chile”, dice Felipe Ward, ministro de Vivienda y Urbanismo, en su cuenta de Instagram. La pandemia y la crisis social han puesto el foco en la segregación urbana, en el hacinamiento, en las “ciudades cínicas”, como decía el economista Manfred Max Neef, pues ocultan sus realidades haciendo invisibles a los desfavorecidos para otros sectores de la ciudad. “Difícilmente nos vamos a entender si los que viven en el oasis no tienen la más remota idea de lo difícil que es vivir en el desierto", expresaba al respecto el arquitecto Alejandro Aravena a fines del 2019. Habrá mucho más presupuesto para dar techo a más familias este año pues, además, es urgente aumentar el empleo.
Frente a esta oportunidad, a este hito, es fundamental retroceder un par de pasos, detenerse a observar lo que fuimos capaces de realizar hace algunas décadas, y tomar la mayor cantidad de lecciones para poder convertir esta oportunidad en una que nos lleve a hacer ciudad, no a construir viviendas. Pues son dos cosas muy distintas. Tan diferentes que, entre 1984 y 1996 se construyeron en Chile 110.000 viviendas sociales en altura, con un peak de 25.000 en 1995. Todo un récord. Pero, la inmensa mayoría de ellas, con estándares mínimos, emplazamiento periférico, 43,7 m2 de tamaño en promedio, donde no se configuró tejido social, desapareció la noción de barrio y, todo esto, desarrollado en territorios de baja escolaridad del jefe de hogar, hacinamiento e inacción juvenil.
Así lo explica la doctora en Urbanismo Mónica Bustos, en su artículo “Desafíos para enfrentar el deterioro de una producción cuantitativa”. Sin embargo, como dice el título de esta columna, hubo un tiempo en que sí hacíamos ciudad. Para eso hay que situarse en las décadas 50 y 60. ¿Has caminado alguna vez por el parque que atraviesa la Villa Frei, donde los edificios de distintas alturas diseñados por los arquitectos Jaime Larraín, Osvaldo Larraín y Diego Balmaceda se vinculan de manera orgánica y estética con el generoso espacio público? ¿Sabías que las escaleras de la Villa Portales fueron proyectadas mucho más anchas que el mínimo de la norma para transformarlas en espacios de encuentro vecinal? ¿Puedes creer que el proyecto de la Villa Olímpica contemplaba equipamientos de comercio, recreación y actividades culturales, y que en la Remodelación República se aprovechó la cubierta de los locales comerciales como una plaza de encuentro comunitario y zona ajardinada? Todos esos ejemplos son parte del libro Recomposición del espacio urbano, de Sebastián Navarrete, donde este arquitecto se pregunta cómo un proyecto habitacional puede convertirse en una estrategia de transformación urbana capaz de modelar el cambio social.
Para poder dar una respuesta, el autor revisa estas cuatro emblemáticas intervenciones de vivienda plurifamiliar moderna de gran escala, realizadas en Santiago entre 1950 y 1970 por el Estado, a través de la Corporación de la Vivienda (Corvi). “Si miramos nuestra historia urbana y arquitectónica reciente, podemos encontrar una serie de conjuntos habitacionales de gran escala que, buscando solucionar el déficit de vivienda, encontraron justificación para pensar cómo aportar y ser parte de la ciudad, buscando renovar y regenerar la vida en ella”. Tremenda frase de Sebastián Navarrete.
Nada de eso habría sido posible sin la existencia de la Corvi, que nace en 1953. Las premisas postuladas en la promulgación del Decreto Ley que le da origen son precisas para entender las motivaciones detrás de su nacimiento. Una de ellas dice “que, en lo social, en lo económico y en lo espiritual, es necesario construir barrios y poblaciones con todos los servicios que exige la convivencia humana”. Lamentablemente, este organismo desaparece en 1976, al igual que otras tres importantes corporaciones: la de Mejoramiento Urbano (Cormu), de servicios Habitacionales (Corhabit) y de Obras Urbanas (COU). Y, tres años después, en 1979, se suprime el límite urbano de la Región Metropolitana. Un experimento neoliberal extremo, que permite construir en cualquier parte de la ciudad sin que se exija ningún tipo de equipamiento y sin que el Estado se comprometa a construir obras de infraestructura ni garantice su futura incorporación al perímetro urbano. Así lo explica Alexandra Petermann en ¿Quién extendió a Santiago? Una breve historia del límite urbano, 1953-1994. Una decisión que hoy nos arroja sus consecuencias en la cara.
Después de tres décadas de segregar a los santiaguinos y a los chilenos de manera sistemática, algunas luces aparecen en 2006, pues se empieza a cambiar la mirada exclusivamente cuantitativa por una de calidad e integración social. Comienza el Programa de Recuperación de Barrios, el Plan Piloto de Condominios Sociales, en 2014 se crea el Consejo Nacional de Desarrollo Urbano, y el año pasado empezamos a ver cómo el Minvu vuelve a hablar de bancos de suelos. Hay una nueva mirada, es cierto. Pero falta algo fundamental. Un cambio de paradigma. Como me decía esta semana la urbanista Mónica Bustos en Radio Duna, “sin una política de suelo, nada de lo que se haga va a romper con la dura y marcada segregación que tenemos”. Política de suelo. Planificación urbana de verdad. Y, como decía ese postulado de la Corvi, construir con lo que exige la convivencia humana. Lo hicimos antes. Lo podemos volver a hacer.