Asimismo hay ciudades que han visto deterioradas sus condiciones de calidad de vida y la salud de sus hijos producto de la contaminación ambiental en nombre de ese esquivo desarrollo.
Columna de Opinión del Académico del Departamento de Geografía, Enrique Aliste, Premio Nacional de Geografía, publicada en El Mostrador
Prácticamente el 80% de las chilenas y los chilenos que acudieron a votar este 25 de octubre, dijeron que no querían continuar con una Constitución concebida, redactada y promulgada en dictadura. El resultado de las urnas manifestó que una rotunda y amplia mayoría de las y los votantes prefieren el camino de una nueva Constitución redactada y discutida por una Convención Constitucional cuyos miembros serán electos en su totalidad para dichos fines, incluyendo además la paridad de género.
El origen de este acontecimiento inédito en la historia de la República tuvo que ocurrir a paso seguido del desplome del país que conocíamos. O más bien, haciendo visible el país que no conocíamos, pese a que estaba en cada pequeño retazo de la cotidianidad en la que nos movimos por más de 40 años.
Es cierto que el país logró exhibir cifras, datos, estadísticas que nos hablaron durante décadas de los enormes logros del jaguar latinoamericano. Un país que a ojos de muchos de quienes nos visitaron durante tantos años, era el fiel reflejo de un modelo de desarrollo que merecía ser seguido por los éxitos visibles en los gráficos y tablas de los informes oficiales, así como en las infaestructuras que nos posicionaban como una especie de satélite de los países del norte.
Había un solo pequeño detalle: aquella imagen, aquella idea, aquel imaginario del país desarrollado se restringía materialmente a un pequeño grupo de comunas que se conectaban al Aeropuerto Internacional de Santiago, en la comuna de Pudahuel, mediante una autopista de alto estándar, concesionada en su construcción y explotación, que funciona como una especie de túnel evasivo de una realidad a la que muchas y muchos de los que por allí transitaban no tenían acceso, ni tampoco el interés de acceder.
Hubo sin duda mejoras indiscutibles en la vida del país, pero que básicamente se concentraron en ciertos lugares y grupos sociales, que llevaron a que las desigualdades se mantuvieran muy acentuadas, con un efecto redistributivo mínimo por parte de las políticas aplicadas para dichos fines durante décadas.
Así, si hoy se puede construir un breviario con la colección de frases insólitas pero al mismo tiempo aparente y honestamente desafortunadas que ministros, personeros y gente de la élite pronunció como señal de sorpresa ante el nivel de hastío y malestar que subyacía en la población que, al otro lado de la ciudad, se manifestó sin pausa a partir del 18 de octubre de 2019 y hasta el inicio de la pandemia, en aquella ciudad que cruzaba las márgenes de esa barrera imaginaria y a la vez tan sólida y tangible como los resultados de la votación del domingo 25 de octubre, es debido precisamente a la existencia de una fragmentación social y espacial que ha llevado a que haya mundos tan disímiles conviviendo en una misma ciudad y en un mismo país; en territorios tan ajenos y distantes pese a la corta distancia que muchas veces existe y en una situación que territorialmente, a escala nacional, se replica como en la misma ciudad capital y que simboliza la realidad del país. Ejemplos sobran y están a la vista, como lo es el de las regiones que solo abastecen de recursos naturales con lógicas extractivistas, o se han entregado al sacrificio ambiental en nombre de un progreso y desarrollo que es tan esquivo a quienes acogen la tarea, o que quedan en el rezago producto de no tener nada atractivo que ofrecer al mercado que puja en determinado momento.
Los datos son tan brutales como la geografía que dibujan: las regiones forestales son las que poseen menor desarrollo humano de acuerdo al PNUD, pese a sus enormes aportes al PIB nacional; la gran región minera por excelencia no posee Universidades o centros de investigación de vanguardia que sean referencia mundial en dichas materias, ni tampoco recintos de salud a la escala y altura de los recursos que producen en sus respectivas ciudades; asimismo hay ciudades que han visto deterioradas sus condiciones de calidad de vida y la salud de sus hijos producto de la contaminación ambiental en nombre de ese esquivo desarrollo; y la lista puede continuar. Contaminación, agotamiento de recursos, vidas despreciadas y miles de compatriotas sacrificados en nombre del progreso, aumentan la lista de los pasivos que quedan bajo la alfombra de los discursos que insisten en cifras que no solo se acumulan en ciertos informes y sitios web, sino además, sus beneficios llegan más o menos a los mismos lugares que la reciente votación ha acusado de manera tan rotunda y clara en su disposición a mantener las cosas tal y como están.
Así, durante más de tres décadas, con cierta frecuencia, al menos dos con insistencia y durante una con alarma, diversas investigaciones en el campo de los estudios urbanos, de la geografía social y cultural, de la ecología y economía política, entre otras, han venido advirtiendo de esta situación por muchos medios. No es solo a través de investigación y artículos científicos. Lo es también a través de intervenciones en la prensa, en proyectos de política pública, en agendas y programas de gobierno en diferentes escalas, pero con el denominador común de no tener éxito, pues se han encontrado en la práctica con la muralla infranqueable del juego de intereses, del lobby, de los agentes que muchas veces con espurios argumentos técnicos, lograron maquillar de sofisticadas fórmulas y rebuscados guarismos situaciones que hoy resultan difíciles de revertir, pero que consolidaron una ciudad y un país como el que hoy observamos, con la contundencia de no lograr ver fuera del gueto, un país que habla un lenguaje que es étnica, corporal y culturalmente diferente. Tanto así que desde su imaginado “Rivendel”, se usó por algunos la denominación de “los orcos del Apruebo” para aludir a quienes habitaban allá afuera, al otro lado de aquel muro que es el mismo que por años se fue consolidando como una efectiva política de segregación que hoy se ve con la claridad que ha llevado a decir también, a través de las mismas redes sociales, que no eran solo 30 pesos ni solo 30 años, sino también solo 3 comunas.
Cada milímetro, cada minuto, cada pequeño y minúsculo lugar del espacio-tiempo de la ciudad, de nuestra ciudad de Santiago, así como del país, es parte de una brutalidad geográfica. La geografía social de la ciudad no se dibuja ni escribe solamente con el espesor de las estadísticas, ni la calidad del mapa dibujado, ni la contundencia de los análisis. La geografía social de la ciudad y del territorio en su conjunto, está contenida en las experiencias de vida que le acompañan, en los cuerpos que le transitan, en el diseño al que responde, a la brutalidad que habla de vidas despreciadas que el espacio se encarga de esconder, de alejar, de omitir: de evadir, para ser más contingentes. Esa geografía es la que por años se ha hecho forzosamente invisible y que hoy toma sentido y razón.
Ver la geografía con mayor atención es una clave importante. No es solo forma lo que está en juego. Es un modo de habitar y el modo en que el futuro puede y debe ser comprendido, que es en el espacio que queremos habitar, aquel territorio en el que queremos hacer nuestra vida social, donde sean todas y todos una posibilidad, una oportunidad, y no solo un dato que se pone sobre un mapa, pues, como señalara Korzybski, el mapa no es el territorio. Sin embargo, ¡vaya, cómo el mapa ayuda a entender el territorio!